Las reflexiones que realiza el filósofo inglés en las líneas que siguen están dirigidas al ser humano en general, pues poseen relevancia universal. Pero consideramos que son particularmente necesarias para todo aquel que se encuentra vinculado al ejercicio de la actividad científica, pues en el origen del quehacer del hombre de ciencia siempre debe estar la reflexión filosófica, que es una constante búsqueda por develar la realidad. Esa que encubrimos a veces con mitos y fantasías religiosas.
".... De hecho el valor de la filosofía debe ser buscado en una larga medida en su real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por la vida prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre el mundo tiende a hacerse preciso, definido, obvio: los objetos habituales no le suscitan problema alguno; y las posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas. Desde el momento en que empezamos a filosofar hallamos por el contrario (...) que aún los objetos más ordinarios conducen a problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas. La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Así, al disminuir nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son, aumenta en alto grado nuestro conocimiento de lo que pueden ser; rechaza el dogmatismo algo arrogante de los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora y guarda vivaz nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares en un aspecto no familiar.
Aparte de esta utilidad de mostrarnos posibilidades insospechadas, la filosofía tiene un valor – tal vez su máximo valor- por la grandeza de los objetos que contempla, y la liberación de los intereses mezquinos y personales que resultan de aquella contemplación. La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella, pero el resto del mundo no entra en consideración, salvo en lo que puede ayudar o entorpecer lo que forma parte del círculo de los deseos instintivos.
Esta vida tiene algo de febril y limitada. En comparación con ella, la vida del filósofo es serena y libre. El mundo privado de los intereses instintivos, es pequeño en medio de un mundo grande y poderosos que debe, tarde o temprano arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si ensanchamos de tal modo nuestros intereses que incluyamos en ellos el mundo entero, permanecemos como una guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el enemigo nos impide escapar y que la rendición final es inevitable. Este género de vida no conoce la paz, sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la importancia del querer.
Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar de uno u otro modo de esta prisión y de esta guerra.
Un modo de escapar a ellos es la contemplación filosófica. La contemplación filosófica, cuando sus perspectivas son muy amplias, no divide el universo en dos campos hostiles- los amigos y los enemigos, lo útil y lo adverso, lo bueno y lo malo-; contempla el todo de un modo imparcial. La contemplación filosófica cuando es pura no intenta probar que el resto del universo sea afín al hombre.
Toda adquisición de conocimiento es una ampliación del yo, pero esta ampliación es alcanzada cuando no se busca directamente. Se adquiere cuando el deseo de conocer actúa por sí solo, mediante un estudio en el cual no se desea previamente que los objetos tengan tal o cual carácter, sino que el Yo se adapta a los caracteres que hay en los objetos.
Esta ampliación del Yo no se obtiene, cuando partiendo del Yo tal cual es, tratamos de mostrar que el mundo es tan semejante que este Yo, que su conocimiento es posible sin necesidad de admitir nada que parezca serle ajeno. El deseo de probar esto es una forma de la propia afirmación y como toda forma de egoísmo, es un obstáculo para el crecimiento del Yo que se desea y del cual conoce el Yo que es capaz. El egoísmo en la especulación filosófica como en todas partes, considera al mundo como un medio para sus propios fines; así cuida menos del mundo que del Yo, y el Yo pone límites a la grandeza de sus propios bienes. En la contemplación, al contrario partimos del no –Yo, y mediante su grandeza son ensanchados los límites del Yo; por el infinito del universo, el espíritu que no contempla participa un poco del infinito.
..En la contemplación, todo lo personal o privado todo lo que depende del hábito, del interés propio o del deseo perturba el objeto y, por consiguiente la unión que busca el intelecto. Al construir una barrera entre el sujeto y el objeto, estas cosas personales y privadas llegan a ser una prisión para el intelecto. El espíritu libre verá como Dios lo pudiera ver sin ni aquí ni ahora, sin esperanzas ni temor- fuera de las redes de las creencias habituales y de los prejuicios tradicionales- serena, desapasionadamente y sin otro deseo que el del conocimiento, casi un conocimiento impersonal, tan puramente contemplativo como sea posible alcanzarlo para el hombre. Por esta razón también el intelecto libre apreciará más el conocimiento y universo, en el cual no entran los accidentes de la historia particular, que el conocimiento apartado por los sentidos, y dependiente, como es, forzoso en estos conocimientos, del punto de vista exclusivo y personal y de un cuerpo cuyos órganos de los sentidos informan más que revelan.
El espíritu más que acostumbrado a la libertad y a la imparcialidad de la contemplación filosófica, guardará algo de esta libertad y de esta imparcialidad en el mundo de la acción y de la emoción. Considerará sus proyectos y sus deseos como una parte de un todo, con la ausencia de la insistencia que resulta de ver que son fragmentos infinitesimales en un mundo en el cual todo permanece indiferente a la acción ce los hombres. La imparcialidad que en la contemplación es el puro deseo de la verdad, es la misma cualidad de espíritu que en la acción, se denomina justicia y en la emoción es este amor universal que puede ser dado a todos y no sólo a aquellos que juzgamos útiles o admirable. Así la contemplación no sólo amplia los objetos de nuestro, sino también los objetos de nuestras acciones y afecciones; nos hace ciudadanos del universo, no sólo de una ciudad amurallada en guerra con todo lo demás. En esta ciudadanía del universo, consiste la verdadera libertad del hombre y sus liberaciones del vasallaje de las esperanzas y de los temores limitados.
Para resumir nuestra discusión sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser estudiada no por las respuesta concretas a los problemas que plantea, puesto que, por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquece nuestra imaginación intelectual y disminuye la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero ante todo por que por la grandeza del universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande y llega a ser capaz de la unión con el universo que constituye su supremo bien."
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