Ciencia: la fe del que no sabe
El español tiene un escaso conocimiento científico pero está entre los europeos que más valora los avances
Los ciudadanos están abiertos a casi cualquier innovación
No saber de qué se habla no impide que se opine. O, dicho de otro modo, los españoles son mayoritariamente defensores de los avances técnicos y científicos, aunque no los entiendan. Un informe de la Fundación BBVA presentado ayer refleja la peculiar relación que los ciudadanos de España mantienen con la investigación y los descubrimientos, a medias entre la fe ciega y un optimismo —este sí— antropológico. En la encuesta se refleja la confianza de los españoles, al nivel del resto de los entrevistados, en los avances. La ciencia “es el motor del progreso”, gracias a ella “la salud de la gente está mejorando continuamente” y es “fundamental para la cultura de la sociedad”, por ejemplo. Pero también se reflejan los miedos (complica la vida, deteriora el medio ambiente, va demasiado deprisa). Estos aumentan con la ignorancia y según se acercan a aplicaciones más relacionadas con la vida, como la genética. Pese a ello, la fe de los españoles en la ciencia es fuerte. Tanto, que la quieren libre, sin límites éticos ni, mucho menos, religiosos.
El trabajo es la segunda parte de uno presentado en mayo con el mismo nombre, Estudio internacional de cultura científica. Este mide la actitud ante la ciencia y la tecnología. Pero lo curioso surge al cruzar los datos de ambos. En el primero se medían los conocimientos, con resultados demoledores para España. Mientras más del 50% de los encuestados en Dinamarca y Países Bajos presentaban un nivel alto de conocimiento científico, en España la proporción era del 22%. El estudio ha encuestado a 1.500 personas por país en EE UU, República Checa, Polonia, Alemania, Austria, Dinamarca, Italia, Holanda, Francia, Reino Unido y España.
Sobre el aspecto de los conocimientos, la opinión de los expertos consultados es unánime: la ciencia se enseña mal en España. Sergio Calvo, director de la Escuela de Doctorado e Investigación de la Universidad Europea de Madrid, cree que hay que empezar desde primaria y secundaria, donde la enseñanza “no es eminentemente práctica”. En la misma línea, Joan Guinovart, director del Instituto de Investigación Biomédica (IRB en catalán) de Barcelona, afirma que lo que se enseña “parece ciencia revelada, no descubierta”, y que una solución consistiría en que “en secundaria se favoreciera la entrada en el profesorado de doctores, que han hecho cuatro años de investigación y tienen otro concepto del experimento”. Mientras tanto, lo que se aprende es “una cuestión de fe”. Emilio Muñoz, expresidente del CSIC y actualmente director científico de Asebio (Asociación Española de Bioempresas), añade que cada vez está “más convencido de la influencia de la trayectoria” de un país sin tradición.
Con la tranquilidad que da contestar por escrito, Javier Sánchez Cañizares, del Grupo de Investigación Ciencia, Razón y Fe (CRYF) de la Universidad de Navarra, afirma: “Se ha de ser cauto con los resultados de estos estudios, porque dependen mucho del modo de plantear las preguntas. No obstante, resulta muy positivo el alto nivel de aceptación que, en general, tiene la ciencia”. Sobre esta base, la buena opinión respecto a la ciencia de los españoles resulta “paradójica”, dice Muñoz. Guinovart cree que “la gente contesta lo que cree que hay que decir”. “No es coherente”, añade Calvo. Más optimista, la analista del Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública del BBVA, Consuelo Perera, cree que esta opinión positiva tiene su origen en que “con los cambios sociales de las últimas décadas, la gente se ha hecho más abierta a cualquier innovación, y tiende a valorarla”.
Eso sí, el apoyo tiene matices. Es muy alto (del 88%) cuando se le pregunta por el potencial de la energía solar, y baja al 48,8% cuando se pregunta por la ingeniería genética y al 18,8% si la cuestión es sobre clonación de animales.
“Al acercarse más al ser vivo, aumenta el rechazo”, explica Perera. Aunque también aquí influye el desconocimiento. “En España, un 35% no sabe decir para qué sirve la biotecnología”. Muñoz apunta a que, ante la falta de argumentos, “juegan mucho las creencias, y no el conocimiento”, y cree que esto sucede sobre todo con la bioingeniería. Guinovart refuerza esta idea de una manera tajante. “Hacemos de ello, de lo que es bueno o malo, seguro o peligroso, una cuestión de fe. Nos basamos en el principio de porque sí, de por definición, y no vamos más allá”.
El rechazo a ciertas aplicaciones aumenta con el desconocimiento
Además, el director del IRB apunta que parte de la culpa la tienen los científicos. “Algunos temas los hemos vendido muy mal”, dice. “Empezando por el nombre”. “Es el caso de los transgénicos. Hasta la palabra es fea. Ese prefijo trans... Y se crea un rechazo que no tiene sentido. Todo lo que comemos es transgénico. El trigo que usamos no tiene nada que ver con el salvaje, ni todas esas frutas nuevas que se crean por injertos”.
Otro ejemplo polémico que pone Guinovar es el de las células madre. “En inglés no se llaman mother cells, sino stem [tallo, raíz] cells. Pero aquí les hemos ido a poner una palabra que despierta pasiones: madre. ¡Madre no hay más que una! ¡No toques a mi madre!”, ironiza. Más en serio, añade: “Cuando bautizamos algo, debemos ponerle nombres que no despierten sentimientos arcanos”.
Los mismos argumentos pueden servir para explicar la segunda parte del informe. Cuando se le da la vuelta a la pregunta y se inquiere por las “reservas” —recelos— ante la ciencia, España, con Polonia e Italia, es de las que más pegas pone. Entre las más mencionadas están que “la ciencia va demasiado deprisa”, que “perjudica más que beneficia el medio ambiente”, que “ha hecho que el mundo actual este lleno de riesgos para las personas en su vida diaria”, y que los investigadores “no deberían intentar cambiar la naturaleza”.
Que sean tres países de raíz católica los que tienen una peor opinión de la ciencia “no ha sido analizado” por los autores del estudio, señala Perera. “Puede que no tenga nada que ver”, dice.
La base está en una enseñanza donde la experimentación es minoritaria
Curiosamente, de los peligros de la ciencia mencionados a los encuestados, entre lo que menos temen está que “acabe con la religión” y “que destruya los valores morales de la gente”. Estas dos posibilidades solo reciben como nota un 4,9 y un 3,8 sobre 10.
Esta apreciación se confirma en otra pregunta del informe: los límites de la ciencia. A los encuestados se les preguntó por dos posibilidades: que estos fueran de tipo ético o religioso. Se trata de una convivencia complicada, que ha generado injusticias como la condena de Servet por los calvinistas o de Galileo por los católicos.
Incluso los límites que podrían parecer más obvios son defendidos por poco más de la mitad (el 54%) de los encuestados. En España esta opinión es más débil: el 41,1% lo defiende, mientras que el 47,1% está en contra. Solo otro país del estudio, Holanda, tiene datos más rotundos: el 35,4% opina que debería haber límites a la investigación y el 56,1% (el único país donde esta opción obtiene mayoría absoluta) está en contra.
Guinovart es tajante: “Claro que tiene que haber límites éticos, lo que pasa es que no entendemos muy bien qué quieren decir. Debe haberlos, pero no religiosos, digamos que basados en una moral natural. No se pueden hacer ciertos experimentos con seres humanos ni someterlos a ensayos que pongan en peligro su vida. Seríamos como Mengele [el médico nazi]”.
El rechazo a poner límites religiosos a la investigación es mayoritario
Sánchez Cañizares le da la vuelta al argumento: es “apreciable” el “porcentaje de personas que no entienden la ética como un freno al progreso”, sino “como la condición” para “una investigación auténticamente al servicio de las personas. Que el porcentaje en este último caso [en España] sea más bajo que la media de los países estudiados podría deberse a una menor familiaridad de los encuestados con el trabajo real de los científicos, que requiere la orientación humana ofrecida por la ética”, dice.
Pero quizá la gran sorpresa llega a la hora de juzgar la relación entre religión y avances científicos. El 72,4% opina que no debe haber interferencia, y el porcentaje sube al 80,4% en el caso de los españoles (es el tercer país en esta clasificación por detrás de Dinamarca y Holanda). En cambio, el 18,3% piensa que debe ser un factor limitador. Perera opina que “se rechaza todo [límite] que sea religioso, cualquier cosa que pueda retrasar el avance”. Sergio Calvo piensa que, en el caso español, hay una razón histórica para este rechazo: “El país ha tenido una herencia católica muy presente que tuvo un punto de inflexión con el final del franquismo. Y ahora la actitud puede ser del tipo: ‘Yo de esto no sé mucho, pero no estoy dispuesto a que un tercero me diga lo que se puede y lo que no se puede hacer”.
Emilio Muñoz está bastante de acuerdo. “Juegan más las creencias, lo no reflexivo. Somos una sociedad que ha evolucionado bastante en los últimos años, que hemos ganado libertades, y las defendemos mucho. Por eso no nos parece bien que se inmiscuyan ni la religión ni la ética”.
La relación entre la religión y la ciencia se aborda con otra pregunta. En ella se inquiere si hay un conflicto entre ambas. En este asunto, los encuestados creen en un 45,4% que ambas están en desacuerdo. El porcentaje sube al 50,9% entre los estadounidenses y al 49,1% entre los españoles.
En cambio, se entiende que debe haber un componente ético
La gran división entre los dos lados del Atlántico se produce en este tema. “En Estados Unidos hay una dicotomía muy fuerte. Es de los países más avanzados en ciencia, y a la vez, de las sociedades más religiosas. Es contradictorio”, dice Perera. Guinovart también destaca este aspecto del trabajo. Sobre todo en una pregunta específica, la que se refiere al creacionismo, que defiende la versión de la Biblia. Mientras solo el 24,7% de los europeos cree esta idea, entre los estadounidenses el porcentaje sube al 60,7%. Guinovart no lo entiende. “Hasta la Iglesia acepta la evolución y que la Biblia es un relato”, comenta.
El investigador saca otra conclusión del trabajo, que bien puede servir de colofón: “Me gustaría que el Gobierno fuera representante de esta población” que ha participado en el trabajo. “Que muestre el mismo interés por la ciencia. No lo entiendo, porque con cuatro duros podría sacar titulares y hacerse fotos. Pero vivimos en lo que Joan Massagué llama la feroz indiferencia”. “En España hubo medio siglo de oro de la ciencia a principios del XX, pero ningún responsable con poder económico que crea que la ciencia ayuda al país”, añade Muñoz.
Los inventos favoritos
JAVIER G. PEDRAZ / ROSARIO ZANETTA
Un tambor y un motor. La lavadora eléctrica fue diseñada por el ingeniero estadounidense Alva Fisher (1862-1947) en 1901, aunque no patentó la máquina hasta 1910. Fisher tuvo la agudeza de anclar un tambor a un motor al que, después, hizo girar en los dos sentidos para mejorar el resultado.
La idea del pedal. La primera bicicleta con pedales data de 1839 y se le atribuye al escocés Kirkpatrick MacMillan (1812-1878). Herrero desde los 12 años, a los 27 había creado su obra que, sin embargo, nunca llegó a patentar. Tres años después, gracias al pedal recorrió en dos días los 68 kilómetros que separan Dumfries, al sur de Escocia, y Glasgow.
El antídoto contra el dolor. Cuatro son los principales nombres asociados al origen de la anestesia. El primero es el estadounidense Crawford Long (1815-1878), quien en el año 1842 extrajo un quiste utilizando éter. Long, sin embargo, no hizo público su trabajo hasta 1849. El también estadounidense Horace Wells (1815 -1848) utilizó el óxido nitroso (o gas hilarante) para extirpar un diente en 1844. William Thomas Morton, que conoció a Wells y sus experimentos, se hizo famoso en 1846 por sedar a un paciente con éter y sacarle un tumor. Morton (1819-1868) se asoció con Charles Jackson (1805-1880) y ambos patentaron la anestesia en 1844.
El polémico origen de la radio. Aunque su aparición se suele vincular con el italiano Guillermo Marconi (1874-1937) —que patentó el aparato en 1896—, en 1943 la Corte Suprema de los Estados Unidos acreditó a Nikola Tesla, nacido en Croacia de padres serbios (1856-1943), como inventor del radiotransmisor en 1897. Tres años antes, en 1894, el ingeniero ruso Aleksandr Popov (1859-1906) presentó un receptor capaz de detectar ondas electromagnéticas y en 1896 transmitió el primer mensaje telegráfico entre dos edificios de San Petersburgo.
Energía eléctrica de origen solar. El alemán Heinrich Hertz (1857-1894) fabricó en 1887 celdas fotovoltaicas que transformaban la luz en electricidad. Lo hizo gracias al hallazgo del físico francés Edmond Becquerel (1820-1891) que, en 1839, encontró que algunos materiales generaban pequeñas cantidades de corriente eléctrica cuando se exponían a la luz del sol. La energía solar no se pudo usar hasta finales del siglo XX por su dificultad para almacenarla.
Fertilizantes contra el hambre. Aunque su aparición no se atribuye a ningún nombre, los fertilizantes (abonos químicos como fosfatos, nitratos, etcétera) dieron respuesta a las graves crisis alimentarias del siglo XIX gracias a la sofisticación de la agricultura. Formaron parte de la revolución industrial de la época.